Todos anhelamos llegar al cielo, pero Dios desea que vivamos un paraíso restaurado aquí en la Tierra. En los primeros tres capítulos de la Biblia podemos aprender mucho sobre la naturaleza del Creador: es un Dios de orden que provee a las personas de todo lo que necesitan.[1] Asimismo, también podemos aprender sobre nuestra naturaleza humana: solemos desperdiciar o no sabemos cuidar lo que el Señor nos da.
Todo lo que tenemos lo hemos recibido por gracia. Adán no hizo nada para estar en el huerto del Edén, pero para perderlo hizo lo único que no tenía que hacer. Este es un problema común de la naturaleza humana: no sabemos manejar la abundancia que Dios nos da. De nosotros depende mantenernos en esa abundancia. No se trata de lo que debemos hacer para obtenerla, sino para mantenerla con nosotros. Cuando Adán y Eva lo tenían todo, su codicia[2] hizo que quisieran más de lo que ya habían recibido y por eso fueron expulsados del paraíso. Su avaricia inició cuando empezaron a ver a Dios de forma errónea: creyendo que Él tenía algo bueno que no les quería dar (en este caso, el fruto del árbol en medio del huerto).
Si bien es cierto que Dios nunca ha visto con malos ojos que deseemos tener más, lo que él no acepta es la desobediencia y nuestra forma de buscar todo eso que deseamos: prescindiendo de Él. En el Nuevo Testamento Jesús cuenta la parábola de un hombre avaro que buscó su propia paz en el resguardo y acumulación de sus bienes.[3] Entonces podemos ver que somos codiciosos cuando pensamos que nuestro Padre tiene cosas maravillosas que no nos quiere dar, pero también lo somos cuando no sembramos porque depositamos nuestra confianza en lo que ya tenemos y no en lo que Él puede darnos.
Todo el que siembra tiene derecho a cosechar. Cuando somos generosos en sembrar en el reino de Dios cosechamos abundantemente porque así lo pactó Él. No hay ningún problema en tener ahorros en una cuenta de banco, pero no es una cuestión de dinero. El problema es dejar de usar nuestra fe y reposar nuestra paz en lo que ya tenemos y no en el Dios que nos puede dar aún más.
[1] Génesis 2:8-9: Y Jehová Dios plantó un huerto en Edén, al oriente; y puso allí al hombre que había formado. Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.
[2] Génesis 3:1-7: Pero la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo a la mujer: ¿Conque Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto? Y la mujer respondió a la serpiente: Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis. Entonces la serpiente dijo a la mujer: No moriréis; sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal. Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.
[3] Lucas 12:16-21: También les refirió una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.